Hola, soy Eduardo y me tocó padecer esta enfermedad del bichito, del coronavirus 2019, o sencillamente Covid-19 (“Coronavirus desease 2019”, en inglés); aunque su nombre técnico es menos amigable para recordar: SARS-CoV-2 según el Comité Internacional de Taxonomía de Virus.
Mi convalecencia fue técnicamente clasificada como de “síntomas leves” porque sencillamente no tuve necesidad de ingresar al hospital para tener asistencia de oxígeno, ya sea mediante mascarilla o entubamiento a un respirador.
Sin embargo, los síntomas que tuve lejos estuvieron de ser leves, en cuanto a dolores corporales y riesgo. No se trató de una “simple gripecita”, como algunos por allí han osado decir. De hecho, jamás había tenido una sintomatología tan intensa, al punto que, en un dado momento del curso de la enfermedad, me hizo pensar en lo frágil e impotente que yo era, como ser humano, ante el diminuto enemigo.
Vivo en Salamanca, España, corazón del brote después de Italia en Europa. Al día de la fecha, según la Consejería de Sanidad (datos sacados de aquí el 17 abril 2020), Salamanca presentaba 2437 casos de contagios testeados en el hospital, y unos 8223 casos que como yo, transitamos la enfermedad encerrados en el domicilio sin ser testeados; lamentamos también la pérdida de 273 vidas por coronavirus en este tiempo.
Mi termómetro, en las mediciones de fiebre: aquí 38,1 ºC
Los síntomas
Mi travesía viral comenzó el 24 de marzo, con un sensible aumento de temperatura corporal, 37.5ºC, sin llegar a ser fiebre, y dolores intensos de cabeza. A lo largo de ese primer día, el dolor se profundizó y extendió al todo cuerpo en general. Hacia la noche, ya tenía fiebre, 38.1ºC, valores térmicos oscilantes entre febrícula y fiebre a lo largo de toda la convalecencia que duró hasta el día 5 de abril, cuando la enfermedad remitió.
Ese primer día me puse en contacto al teléfono que la Junta de Castilla y León puso a disposición de la ciudadanía para casos de coronavirus. Allí atendieron inmediatamente mi llamada, me escucharon, tomaron nota de los síntomas y me dijeron que al día siguiente me llamarían. Cosa que así hicieron.
La siguiente noche, en mi segundo día de enfermedad, me llamaron y me preguntaron por los síntomas, lo cuales se habían hecho más contundentes: a la fiebre y al dolor de cabeza se le agregó un intenso dolor detrás de mi nuca. Me anotaron como “sospechoso” del Covid-19. Y recibí la indicación de mantener la fiebre a raya con paracetamol, cosa que ya yo venía haciendo, y mantenerme encerrado en mi habitación las 24 horas sin salir.
Permanecer en mi habitación acuartelado en cuarentena fue algo que pude hacer, puesto que vivo en comunidad, en una residencia con otros 15 hermanos carmelitas, y algunos de los hermanos me atendieron con solicitud con las comidas, la medicina y la higiene de mis ropas. Los de la Junta me dijeron que pasaban mi caso al Centro de Salud de mi zona, para que mi médico de cabecera, la Dra. A., se hiciera cargo; y me avisaron que en 48 horas ella se pondría en contacto conmigo. Y escuché por primera vez la rotunda advertencia: “por favor, si los síntomas se agravan y tiene dificultades en respirar, llámenos inmediatamente”, frase que también la Dra. A. repetiría cada día tras el primer contacto.
Desayuno, preparado por mis hermanos de comunidad.
Al tercer día, se me sumó otro síntoma, en ese momento, raro: perdí el olfato y el gusto; estuvo presente desde ese día hasta el último de mi enfermedad. También tuve un desmayo, debilitamiento generalizado, dolores intensos en el cuerpo, y la infaltable fiebre. Algo que nunca apareció en mi caso fue la tos seca (que siempre creí que sería un síntoma clave), tampoco tuve dolor de garganta ni resfriado.
Al cuarto día, ya bajo la custodia telefónica de la Dra. A., comencé una dieta blanda e hidratante, pues otro síntoma que me atrapó por varios días fue la diarrea, con náuseas y, alguna vez, un vómito.
A partir de ese momento la travesía se volvió un calvario: fiebre, dolor intenso de cabeza y detrás de la nuca, debilidad, diarrea, náuseas, sin olfato sin gusto. No podía salir de la cama, más que para ir al baño y comer algo cuando tocaba y podía. Las noches fueron interminablemente sufridas y sudor a baldes, que me obligaba a levantarme tres o cuatro veces para cambiarme la camiseta y abrir las sábanas de mi cama para que secara.
La noche
La noche de mi séptimo día la recuerdo particularmente: todo empeoró en términos de intensidad de los síntomas. Más fiebre, más agotamiento, y el dolor detrás de la nuca se había trasladado a toda mi espalda, recorriendo los costados de mi espina dorsal, desde mis omóplatos hasta la altura de las lumbares, como si me estuvieran exprimiendo por dentro. Nunca había tenido dolores tan intensos, causados por un proceso viral de alguna índole. Empecé a pensar que de esta no pasaba. Confieso que muchas veces a la mitad de mis interminables noches intenté confiar mi desagradable enfermedad en las manos del Padre, aceptando que las cosas han de ser así, y por algo será que me tocaba pasarlas a mí.
Flor de Amaryllis, del jardín de las Hnas. Blaise y Jane, carmelitas.
A la mañana siguiente, un dolor se apoderó de mi tórax, y cada vez que intentaba comer algo, aparecía un fuerte dolor a la altura del diafragma y la boca del estómago, que me impedían tragar bocado. La Dra. A. me indicó que estos nuevos síntomas eran compatibles con neumonía.
Poco a poco el poder respirar se iba haciendo más difícil debido al dolor torácico y de estómago, las náuseas, la debilidad generalizada, la inanición, la ausencia de gusto y olfato, la fiebre y el dolor de espaldas. La Dra. A. me indicó una medicina para ayudarme a despedir los mocos que se iban formando y acumulando en los pulmones que me dificultaban la respiración, sobre todo, en las noches.
El día final
También así poco a poco, el dolor torácico fue cediendo, la respiración se hizo serena, y en el transcurso de los dos últimos días de enfermedad, la fiebre se esfumó, los dolores desaparecieron y el gusto y el olfato volvieron, trayendo toda su textura y consistencia a mis comidas, por fin se llenó de luz el día. Como anécdota final, luego de este periplo, cuando la enfermedad remitió tan rápido como vino, había perdido 5 kg de peso corporal, quedando por debajo del peso recomendado para mi edad, estatura y contextura física.
Quiero destacar la diligente y cercana guía de la Dra. A. del Centro de Salud que en algunos momentos también fue soporte de mi propia desesperación. En todo momento su atención fue clave y sus palabras siempre acertadas; jamás dejó de hacer su llamada matutina, y sólo me dejó definitivamente, cuando después de 8 días de mi último día de síntomas me dio el alta médico por el Covid-19, felicitándome por lo bien que lo había hecho y, sobre todo, porque yo ya estaba ¡inmunizado! Ya lo veremos…
Flor Lirio de Pascua y mi pequeño altar en la habitación, durante la Noche de Resurrección.
¿Qué he aprendido en este tiempo?
He confirmado, una vez más y en carne propia, la fragilidad de nuestra condición humana, la vulnerabilidad de nuestras fuerzas que a veces pensamos infinitas.
En este tiempo, la tecnología de comunicación por videollamadas ha sido mi aliada para contactar no sólo a los especialistas, sino entre nosotros, mis seres tan queridos y los amigos entrañables, que con su afecto, cercanía y oración me han sostenido a la distancia. Ellos me arroparon con palabras, canciones, flores multicolores y videos divertidos.
Aprendí a lo largo de este trance, como nunca en mi vida, que ha sido mi fe – muchas veces balbuceada en una oración quebrada – mi gran sostén y fortaleza, porque como me enseñó alguna vez San Juan de la Cruz, “Dios siempre está”, “aunque es de noche”, mi noche.
“El Resucitado no es otro que el Crucificado. Lleva en su cuerpo glorioso las llagas indelebles, heridas que se convierten en lumbreras de esperanza.
A Él dirigimos nuestra mirada para que sane las heridas de la humanidad desolada.”
Papa Francisco, Pascua del 2020