Ante una plaza de San Pedro sin voces, bajo un cielo gris plomizo y una lluvia serena y persistente, el Papa Francisco oró al Señor, junto a todos los católicos del mundo que seguíamos por los medios masivos de comunicación, por aquellos que hoy sufrimos las consecuencias nefastas de la pandemia del Covid-19.
Haciéndose eco del Evangelio proclamado (Mc. 4, 35), recordó que
“Desde hace algunas semanas parece que todo se ha oscurecido. Densas tinieblas han cubierto nuestras plazas, calles y ciudades; se fueron adueñando de nuestras vidas llenando todo de un silencio que ensordece y un vacío desolador que paraliza todo a su paso: se palpita en el aire, se siente en los gestos, lo dicen las miradas.”
Subrayó con realismo que
“Nos encontramos asustados y perdidos. Al igual que a los discípulos del Evangelio, nos sorprendió una tormenta inesperada y furiosa.”
“Nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados; pero, al mismo tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos, todos necesitados de confortarnos mutuamente.”
“En esta barca, estamos todos.“
También nos señaló, con mirada de pastor, que:
“La tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades. Nos muestra cómo habíamos dejado dormido y abandonado lo que alimenta, sostiene y da fuerza a nuestra vida y a nuestra comunidad.”
Más aún, dijo que:
“La tempestad pone al descubierto todos los intentos de encajonar y olvidar lo que nutrió el alma de nuestros pueblos; todas esas tentativas de anestesiar con aparentes rutinas “salvadoras”, incapaces de apelar a nuestras raíces y evocar la memoria de nuestros ancianos, privándonos así de la inmunidad necesaria para hacerle frente a la adversidad.”
Y cerró esta secuencia, recordándonos de que todos formamos parte de la gran familia humana:
“Con la tempestad, se cayó el maquillaje de esos estereotipos con los que disfrazábamos nuestros egos siempre pretenciosos de querer aparentar; y dejó al descubierto, una vez más, esa (bendita) pertenencia común de la que no podemos ni queremos evadirnos; esa pertenencia de hermanos.“
Seguidamente nos recordó que hay gente valiosa, muchas veces ignorada, que nos protege:
“nuestras vidas están tejidas y sostenidas por personas comunes —corrientemente olvidadas— que no aparecen en portadas de diarios y de revistas, ni en las grandes pasarelas del último show”.
No obstante, ellas ignotas, hoy impulsan otro capítulo de la historia de la humanidad, nos dice Francisco:
“sin lugar a dudas, están escribiendo hoy los acontecimientos decisivos de nuestra historia: médicos, enfermeros y enfermeras, encargados de reponer los productos en los supermercados, limpiadoras, cuidadoras, transportistas, fuerzas de seguridad, voluntarios, sacerdotes, religiosas y tantos pero tantos otros que comprendieron que nadie se salva solo.”
Asimismo, en este crucial momento de la humanidad, nos recordó en qué consiste la fortaleza y la esperanza desde donde poder actuar sin paralizarnos:
“Esta es la fuerza de Dios: convertir en algo bueno todo lo que nos sucede, incluso lo malo.”
“Él trae serenidad en nuestras tormentas, porque con Dios la vida nunca muere.”
“El Señor nos interpela y, en medio de nuestra tormenta, nos invita a despertar y a activar esa solidaridad y esperanza capaz de dar solidez, contención y sentido a estas horas donde todo parece naufragar.”
En su reflexión, el Papa Francisco nos invitó a descubrir este tiempo de prueba como momento de elección.
“tiempo para elegir entre lo que cuenta verdaderamente y lo que pasa, para separar lo que es necesario de lo que no lo es.”
Y al final de la plegaria, todos nos sentimos unidos a la voz del Papa, implorando de Dios su ayuda:
“Nuestra fe es débil Señor y tenemos miedo. Mas tú, Señor, no nos abandones a merced de la tormenta.
Repites de nuevo: «No tengáis miedo» (Mt 28,5). Y nosotros, junto con Pedro, “descargamos en ti todo nuestro agobio, porque sabemos que Tú nos cuidas” (cf. 1 P 5,7).”